Poema en memoria de mi abuelo Miguel,
con
la colaboración de mi padre Virgilio.
Ser joven otra vez, ¿te imaginas,
abuelo?
Vivir la vida de nuevo, volver a
nacer
del amor de Mariano y Andrea
en aquel pequeño pueblo de Palencia:
Itero Seco. Ha llovido mucho
desde aquel 5 de julio de 1918;
apenas un suspiro, me dirás tú.
Haz un último esfuerzo en la memoria:
¿te recuerdas corriendo en la niñez
por los campos de Castrillo de
Villavega?
Qué lejos ha quedado aquel tiempo
que no fue todo solaz y alegría,
pues a los 12 años ya viste fallecer
a tu padre.
Con qué resolución e impiedad se han
derramado las horas,
por mucho que parezca ayer
cuando te llevaron a la guerra;
una contienda que se llevó a uno de
tus hermanos.
Tomaste parte en diversos frentes
y recorriste tantos lugares en ella…:
en Asturias, Villaviciosa y Cangas de
Onís;
en Vizcaya, Orduña; en Aragón, Jaca;
Tremp, Sort y Gerri de la Sal en
Cataluña.
¡Hasta dormiste en la nieve!
Saliste, pese a todo, indemne;
además, con dos medallas al mérito y
al valor.
Pero tú no fuiste un héroe de guerra,
sino un adalid de la paz, del amor a
tu esposa:
Catalina, que engendró en
Villameriel, su pueblo,
a vuestros dos hijos, frutos de
vuestra unión.
Quisiste siempre lo mejor para ellos,
regalándoles la riqueza incontable
del cariño de un padre.
Sufragaste, incluso, su vida con la
tuya,
inasequible al desaliento, buscando
empleo
donde hiciera falta: en Villadiezma
(todavía en Palencia),
Muriedas de Camargo (Cantabria) y
recalando en Madrid,
ciudad que te ha visto morir.
Siempre pobre, con más penas que
alegrías,
con estrechez, con una vida dura y
difícil,
te ganaste el pan con diversos
oficios:
obrero del campo, peón caminero,
plantador de pinos,
obrero de fábrica, portero de finca u
operario en un almacén de loza.
Tanto esfuerzo, tanto sacrificio,
tanto desinterés por lo propio
y la siempre disposición hacia lo
ajeno…
Formaste parte, por pura iniciativa,
del grupo de los últimos,
de los del final de toda lista y con
la modestia
más verdadera, por inherente a tu
bella persona.
Sencillo, amable, familiar,
trabajador, esposo fiel
y amante de tus hijos, guardaste
devoción por San José Obrero,
tu modelo y patrón, bajo cuyo amparo
afrontaste
las adversidades y contratiempos con
serenidad y resignación.
Tu único vicio fue siempre estar
presto a cualquier ayuda,
humilde y servicial; y eso sí, el
tabaco
hasta los cuarenta y tantos años,
¿recuerdas?
Ahora que en tus venas ha bebido la
muerte,
poco a poco, todo este acontecer
desordenado de tu vida
va adquiriendo la rara consistencia
indestructible
del sueño o la leyenda. Porque es preciso
que todo
en apariencia acabe para que al fin
comience.
Nada, abuelo, nada, se extingue con
tu muerte.
Tras esa puerta oscura que atraviesas
continúa el camino,
ya sin dudas ni riesgos, ya sin
temores ni asechanzas.
Y aquí, donde el aire sigue moviendo
los árboles
y continúa la vida terrena, los que
te hemos querido
- en especial tu hijo Virgilio, que
te amó más que nadie en el mundo –
guardaremos tus palabras y
custodiaremos tus huellas,
alumbrados por tu luz, que ha de
seguir,
porque nada termina, por siempre muy viva, pura y verdadera.
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