Mientras paseo, me alimento, converso o leo,
entretanto cualquier cosa que hago,
la poesía me ronda exigiendo nuevos versos,
el trazado de unas líneas que cobren sentido
en un papel, sea el que sea.
A cada momento, un pensamiento
me atraviesa con la eficacia de una taladradora,
cuya broca no para de entrar en mis sienes.
¡Qué decir del instante
en que buscando las palabras el poema me encuentra!,
como cuando superas la escarpada ladera y ves el mar:
pulsa todo el aire con su luz y talla el mundo,
igual que un profesor rasga la oscuridad con tizas blancas.
Escribir es una carga
y el modo en que se extienden mis alas;
volar, viendo por encima de mí mismo;
inventar un nuevo sueño e inaugurar otra obsesión.
Sólo el paso de los años
nos enseña una manera de mirar el mundo
que lo absuelve y nos conduce en él
por un camino desahogado.
Se requiere que el tiempo sepulte
la impaciencia de la juventud
para ver en la aparente insustancialidad de las cosas
una arquitectura mágica de detalles
a los que no se busca explicación.
Envejecer trae un consuelo de piedad,
una entrañable simpatía por cada porción
exigua del milagro de existir el mundo.
En la simple transparencia del agua,
el verdor de la hierba o la irisación de algunas nubes,
sorprendemos una paz orfebre
en que todo es poca cosa y nada más se necesita.
No era posible que existiera…, pensé.
No que no existiera la belleza,
pero es que son tan pocas las que oprimen
como una mano en la garganta…
Fue una aparición tan magnetizadora
que todos nos sentimos extraños:
una mujer, contoneando sus curvas,
entró en el ascensor
a la manera que un ángel entra en los sueños.
Imantados en su campo de atracción,
nadie podía sustraerse de mirarla.
Horizonte y frontera de otra realidad,
horadó con su hermosura
todo el ruido de nuestras conversaciones.
Y, en medio del silencio, de repente,
inopinadamente (¿quién podía esperarse algo así?),
expelió una ventosidad
que hizo añicos la quimera.
En verdad, no era posible que existiera…
Un verano fugaz
que sólo duró hasta septiembre.
No lo vimos llegar
y pasó sin despedirse.
Nos lo debimos beber
de un sorbo.
Y supongo que fue parecido
a tantos otros,
con un sol imperioso
llenando las playas de gente,
la inmovilidad de los días
(días de luz extensa)
bajo su tiranía de calor,
alguna que otra tormenta
palideciendo la alegría de los bañistas,
tardes de agradable melancolía
y noches de ensueño…
Escribo estas letras desde una playa vacía,
abandonada ya
a la suerte del otoño;
una playa que tiene algo de cine clausurado,
en el que ya se proyectaron
las escenas aquí rodadas.
Qué sutileza tan precisa
la de todas las cosas de este mundo,
admirables y manifiestas en lo que son,
vestidas con su traje de ser lo que aparentan,
y que nosotros imaginamos más complejas.
Canta la vida en su desnudez de ser vida,
y yo me asomo a la diversidad
de sus maneras de existir, a la pluralidad
de todas sus formas, colores, texturas,
olores, sonidos, sabores…
Me embriago con su exacta exuberancia,
jardín de las emociones sutiles, tan precisas
como la sutileza de todas las cosas de este mundo,
que se descubren ahora tan cercanas,
casi íntimas, y asombran
por la sencillez de su verdad.
Para disfrutar la vida hay que saberse
una excepción, advertir el privilegio
de estar en ella. Si te llenas de silencio
para escuchar más lejos y te das a luz
a cada instante, si abres el libro de lo nunca visto
siempre por la primera página y dejas entornada
la puerta de lo que está por suceder,
si eres capaz de vivir cada día una vida:
entonces, y sólo entonces,
cada momento te encontrará en sazón,
cada insignificancia será un hallazgo,
cada cosa la encontrarás en su culmen,
cada instante estará en su cenit.
Eduquemos nuestra pupila
para ver el mundo en cada minucia.
Que en cada minucia celebremos el mundo,
en continuo éxtasis terrenal de lo divino.
Me encuentras mirando hacia atrás,
como buscando los años perdidos
y dónde se perdieron.
Hago inventario de todo lo construido
y lo que encuentro son sólo
escombros de una vida: la derrota
de lo que queda de mis victorias,
que no sé cuáles fueron; el fracaso
de todos mis éxitos, que no sé si los tuve;
la alegría gastada en no sé qué casinos de vivir…
Indeciso, entre la ira o el llanto,
levanto la vista hacia el horizonte de mi futuro.
En el itinerario de mi porvenir:
el naufragio previsible de cualquier triunfo o gloria,
la desesperanza anticipada de todas las esperanzas,
mis deseos caminando ya a tantos metros de mí…
Deslizo éste mi paisaje de desamparo
por entre las gentes y los días.
Paseo mi tristeza por todas sus calles,
y es una tristeza ya sin lágrimas;
es una saudade de estar vivo
y no conocer las razones
(ignotas desde que el hombre es hombre
y se preguntó por ellas),
una angustia de subir siempre
por la escalera inacabable que baja hacia lo hondo,
a las entrañas del absurdo
del vivir para morir.