Demorábamos nuestros pasos
para hacer el tiempo algo más largo,
caminando de la mano, ajenos
a lo ajeno, que era todo,
porque sólo éramos nosotros
(alrededor, el mundo, no existía…)
Luego fue mirarnos
en la intimidad de estar solos,
cortar yo un amago de tu voz,
centinela del encanto del silencio,
mientras la luz de las farolas
inyectaba penumbra
en la intimidad de la habitación.
Tú ya desnuda a mis ojos
a pesar de estar vestida,
ávido de que el amor
tomara pronto la forma de los
cuerpos,
tan encendidos con el fulgor del
deseo.
Y, entonces, ráfaga de sensaciones
que comienzan en tus manos;
en las mías, que acarician tu rostro,
surcan su pelo, te desvisten
y te desvisten de pudor,
un poco torpes de lo excitadas.
El resto de la historia es conocida
para los que alguna vez amaron,
alargando la noche hasta el alba,
durmiéndose arropados
con las mantas de lo sentido.