Cuando te
acercas
a su centro,
la presión
del silencio
te aprieta
con tanta
fuerza
la garganta
que te ves
impulsado
al grito.
Cuando te
acercas
a su centro,
la presión
del silencio
te aprieta
con tanta
fuerza
la garganta
que te ves
impulsado
al grito.
Y allí, en el hueco impreciso de los
días,
aquietado al abrigo de esa tregua,
tú, ajeno a todo menos al agua, a la
brisa, al sol…,
conquistando esa forma de eternidad
que consiste en que, al bajar los
párpados,
habite, en esos ojos cerrados,
toda la memoria de la luz.
Estás en el mundo y no, y eso te gusta.
Estás en el corazón del aire,
más allá del naufragio del instante.
Un tipo de silencio, que no existe en
el tiempo,
habla de la felicidad encontrada.
Casi sin pensamiento, flotando
en la máxima potencia del vacío,
abrazas la quietud de estar contigo.
Como desde detrás de ti mismo,
te has visto contemplando el mar y el
cielo.
Qué pequeña la conciencia de tanta
infinitud inabarcable,
qué plenitud del paisaje inasible.
Más sereno, más insignificante que
nunca,
has perdido el pulso,
vaciándote de contenido.
Y, muriendo como el que se muere
dormido,
has olvidado haber vivido.
Qué extraño delirio
el de las agujas del reloj
cambiando su sentido:
ya nada puede parar la corriente
de los días que nos llevan
camino del revés hacia el principio;
más allá del olvido,
la memoria de la infancia
del mundo, donde el silencio
alienta el sueño submarino
de su primera palabra.
Qué sensación,
qué fluido placer
el de la lluvia
que mansamente cae
como gotas de luz
sobre tu rostro,
suavemente limpiándolo
de sucios pensamientos,
de oscuros presagios.
Lo inconcebible de este mundo
descubre las carencias de nuestra
lucidez.
Como un viento errático,
nuestra razón vaga sin rumbo ni
destino,
dándose encontronazos con las paredes
del álgebra
al que queremos reducir el universo.
Si el más sabio de entre los sabios
sólo fue más consciente de lo poco que
sabía,
de lo incierto de la certeza:
¿cómo osar atrevernos a tener una
opinión definida?
Todo estado de clarividencia exige
dudar
acerca de todo y contrariarse a cada
pensamiento;
quien no duda en lo que dice
no sabe lo que dice.
Así que te declaras incompetente
para tener cualquier tipo de parecer
acerca de cualquier asunto.
Optas por deshabitarte de ideas,
por despoblarte de pensamientos;
abdicas de entender
lo que no se puede entender
y dejas yerma tu inteligencia.