Funambulismo
de las
palabras
sobre el
alambre
del
silencio.
Duele, duele ver la vida pasar, verla alejarse como un buque entre la niebla
Como un parásito que poco a poco
destruye lo que habita,
la palabra de lo que no tiene nombre:
el deseo, indistinguible del miedo;
se parece a mirar el paisaje más bonito
del mundo
en el día más triste de tu vida.
Es el miedo
el que crea
el tiempo y el espacio,
como si te
acercaras por fin
a la vida
auténtica,
la de
escribir
con los pies
colgando al borde del abismo.
Nunca has
sentido tanto miedo,
pero tampoco
tanta esperanza,
esta
felicidad desesperada,
cercana al
horror.
Es algo que
puede hundirte o salvarte,
una especie
de ruleta rusa
en la que ni
siquiera importa
que, en un
momento dado, la bala colocada en el tambor
salga rumbo
a tus sienes.
Ser tomado por los brazos desnudos
del suave sol de la mañana
y descubrir
que el mundo sigue siendo un deseo
al alcance de la mano.
Limpiamente en paz,
regocijarse
en calidez, en caricia de luz, en
transparencia.
Agua y cielo
pugnan en inmensidad
y, sin embargo, todo parece caber
en una única mirada:
si pudieras salvar
un solo momento del tiempo y una
palabra,
sería sin duda el mar.
Perseguido
por tus miedos, huyes
sin huir: escribes;
podríamos decir que corres
y no te mueves, que estás quieto,
paralizado, gritando
palabras mudas, viviendo
una vida perdida
por amor
a la poesía.
Tú no puedes saber, por más que sepas,
que eres eso en lo que se convierten
los sueños
cuando se espera demasiado:
unas alas demorando el tiempo en la
caída
mientras se abre en su pregunta sin
respuesta
la flor del sinsentido: nacemos porque
morimos.
Hay algo en
su inmensidad
que hace que
todo pierda importancia,
que todo se
vuelva ingrávido,
ligero, sin
peso,
como si
limpiara nuestra mirada
y nos
enseñara a respirar
de otra
manera, a desnudarnos:
somos tan
poca cosa…,
y es tan
placentero saberlo…