Nos señalas direcciones con tu brújula
desnortada,
nos zarandeas con el ímpetu de tus
arrebatos
y, en ocasiones, nos dejas yacer en el
hastío.
Sin otra alternativa que condescender
a la frivolidad de tus caprichos,
vamos franqueando las trampas
en el desconcierto de tu laberinto sin
salida,
a sabiendas de la imposibilidad
de hurtarse a tu red, de zafarnos de
los hilos
con que nos juegas a marionetas
con tus manos siempre peligrosas,
como si fuéramos las fichas del azar
que te entretiene.
Nadie puede derrotarte, nadie puede
acabar contigo, porque abatirte sería
matarnos,
y ése habría sido también nuestro
destino.