Me llaman Rodrigo, pero no conviene
conceder excesiva importancia a los
nombres,
que acaban construyendo una identidad
que tal vez no exista o es demasiado
sutil.
A mí la literatura me ayudó a superar
el contratiempo de ser alguien, con
sus limitaciones
espirituales y espacio-temporales.
Convengo en que quizás sea Rodrigo,
pero también en ser muchos otros,
con la capacidad potencial con que un
centro
puede desplegarse hacia tantos
universos periféricos.
Escribo y ya no soy yo, sino el que
escribe,
el que me lleva a un lugar otro, a un
tiempo otro,
a una mente otra, ensanchando márgenes
y horizontes.
Puedo encontrarme en invierno cuando
estoy en verano,
tomar trenes en los que desfilan
paisajes
desde la ventana de mi habitación,
pensar pensamientos que no son míos,
sentir sensaciones que yo no siento.
Mi voz, como la de un ventrílocuo,
se diluye y adopta una forma para
cada poema,
una identidad distinta, aunque me
llame Rodrigo,
quienquiera que sea Rodrigo, acaso
nadie.
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